La resocialización desde el punto de vista del Estado, es un compromiso amplio y complejo,
que comienza desde el momento mismo en que una persona es apartada de la sociedad para
cumplir una decisión de los estamentos judiciales. Desde el punto de vista de la persona que ha
sido privada de la libertad, se convierte en una necesidad, cuando toma conciencia de su
exclusión y su aislamiento. Las acciones emprendidas por la justicia, pasan por la necesidad de
individualizar al sujeto que ha cometido, o presuntamente ha cometido, un delito, a fin de que
asuma las consecuencias del dictamen que recae sobre él. Al verse inmerso en este proceso, el
individuo se ve afectado en dos vías diversas: una ruta legal, para la cual se establecen una serie
de procedimientos y normativas que el Estado está obligado a garantizar, cuidando
especialmente que no se vulneren aquellos derechos fundamentales que ninguna persona puede
perder bajo ninguna circunstancia; la otra ruta es de carácter más social y afecta su relación con
los otros y con el contexto que hasta ese momento le era propio.
La sociedad segrega, excluye, olvida y condena (por encima incluso de las decisiones de la
justicia), de manera que quien está privado de la libertad, tiene la percepción de haber perdido
incluso la posibilidad de ser reconocido como persona. El papel que cumplía dentro del grupo
social del cual hacía parte, como trabajador, como padre, madre, hermano, funcionario o
cualquiera otro, ha dejado de caracterizarlo y se le vincula principalmente con al delito que se
le ha atribuido. Esto significa que su identidad con otros, con la cultura de la que hacía parte y
con los lugares que habitaba; los vínculos afectivos, familiares, laborales que había construido
antes de estar en aislamiento, quedan rotos o por lo menos suspendidos temporalmente hasta
tanto su situación legal no se resuelva total o parcialmente.
La ruta legal, garantizará que las penas sean las adecuadas y los procesos sean los debidos, pero
garantizar que los lazos sociales rotos se restablezcan, es una cuestión que no sólo tiene que ver
con la ley, supone un asunto estructural en relación con la mirada de la sociedad sobre un
sindicado y, quizá lo más importante, un trabajo muy fuerte de superación de quien vive el
proceso de privación de libertad.
Encontrar nuevas formas de identificarse, o reencontrarse con aquellas que parecían perdidas
—como sucede con la memoria simbólica que vincula a cada persona con su cultura y su lugar
de origen—, es un ejercicio que exige la confluencia de múltiples factores. La educación en
general, dentro de los establecimientos penitenciarios, contribuye de manera significativa a la
reconstrucción de la identidad en la medida en que permite a las personas apropiarse de un saber
o de un saber hacer que resulta útil tanto en su presente de aislamiento como en su eventual
desempeño laboral a futuro. No obstante, la educación artística va un paso más allá, al ofrecer
un espacio donde las emociones pueden encontrar vías de expresión y resignificación, al ser
atravesadas y transformadas a través de los lenguajes simbólicos.
Cuando las personas privadas de la libertad reconocen, a través de sus ejercicios artísticos y
musicales, otras formas de vincularse con ellas mismas, con los otros o de protagonizar su
propio rol —ya sea en una actividad sencilla con niveles crecientes de complejidad o en el